Estos días de exámenes en los que uno se plantea un montón de cuestiones filosóficas de camino a y de vuelta de la biblioteca, he estado pensando en algo que creo que es interesante: los niveles de gravedad de los problemas de cada uno.
Todos tenemos problemas. Yo sin ir mas lejos tengo ocho problemas (que tengo que aprobar ahora si no quiero ir a septiembre), afortunadamente, solo son temas académicos, así que no puedo quejarme mucho. De todos modos, es posible que yo le diga a alguien -«jo tío, qué agobiado estoy. Tengo mañana exámen de arquitectura de computadores y lo llevo fatal». Y que el o ella me responda -«y a mi que; ayer me rompí el brazo y tengo que llevar esta escayola y aguantar mucho dolor».
Obviamente, prefiero mil veces hacer el examen y suspenderlo, que partirme el brazo o algo peor, así que no es comparable. Pero no es tan fácil, porque aunque no sea comparable sigue siendo un problema: algo que te quita el sueño por las noches y te lo hace pasar mal en mayor o menor grado.
Esta es una reflexión a la que he llegado tras ser muy injusto con mi novia, que me contó algo que le pasaba y le di poca importancia porque consideré que mi problema era más grave. Es un craso error, a ella no le consuela que mi problema pueda ser o no más grave, si no que sigue teniendo el suyo ahí y sin solucionar. finalmente comprendí que no es el problema en si lo que importa, si no encontrar una solución rápida y eficiente.
Esta parrafada puede sonar tonta, pero es algo que aunque parezca obvio, no siempre se comprende fácilmente.
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