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Querría pensar en amaneceres tardíos, en tostadas con mantequilla untadas en «tazones de pueblo» con leche entera.
En caracoles disfrutando de una lechuga remojada bajo el grifo mientras les dedicaba canciones en la galería, cuando todos dormían.
En barrios conflictivos que eran más tranquilos de lo que se suponía en un principio.
Ventanas que daban a huertos a la ladera de la montaña, con el Tibidabo allí a lo lejos.
Cochecitos en miniatura precipitándose al vacío por el balcón y aquellos disgustos.
Los primeros recados. Los primeros amigos. La novedad de todo.
Habitaciones empapeladas con nubes blancas sobre fondo azul, donde se dormía y se soñaba.
Esperar la llegada de mi padre del trabajo. Siempre me traía algún juguete.
Aquella pantera rosa con brazos de alambre. Aquél pingüino sonriente.
Aquella casita de madera colgada en la pared con figuritas.
El cuarto de estar, la televisión en blanco y negro, roja y blanca por fuera.
Mi madre preparando la merienda, aquél número de teléfono con tantos números tres…
El ensordecedor estruendo del «47» al subir la cuesta de mi calle.
Las puertas de aluminio dorado que hizo mi abuelo Jesús… el recibidor forrado en corcho.
Las vueltas por la casa en el triciclo…
Veranear en Zaragoza. Vivir en Barcelona.
Y la de cosas que me dejo…
Recuerdo con cariño mi infancia.
Aquél tiempo se fue. Pero aunque el pasado y el futuro no existan,
en ocasiones estas imágenes vuelven a mi mente, como un Jedi fallecido,
como un holograma que me recuerda de donde he venido
y hacia donde tengo que ir.
PD: Ayer celebramos 10 años de relación y 1 de matrimonio mi niña y yo.
Quien os diga que el amor no es maravilloso, tachadlo de embustero.
Escuchando:
One Night in Bangkok – (Murray Head)
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